Un año y cuatro meses han pasado desde la última vez que me puse a escribir en este lugar. Lo que más me asombra es esta relatividad del tiempo, este salto cuántico de la entrada anterior a ésta. Así es como se pasa la vida, así es como los australopithecus estaban enfrascados una tarde en sus ires y venires. Ahora son polvo.
¿A dónde se fue este año y cacho en que no escribí por aquí?
¿Dónde quedó aquel día de mayo en que tendría unos 6 años y estaba viendo por la ventana de casa de mis abuelitos cómo floreaba el durazno? Fue una explosión de color tan fuerte que el recuerdo me viene periódicamente a la cabeza a pesar de la distancia temporal.
El durazno ya no está. En mi cabeza siempre florea.
No sé si sea algo de la edad adulta, esto de ver dualmente las cosas, pasado y presente compartiendo el mismo espacio. Solamente sé que últimamente me pasa muy seguido.
Veo a mi hija de 3 años ya y me cuesta trabajo pensar que hace un ratito estaba dentro de una incubadora y dentro de un ratito me acordaré nostálgicamente de cuando medía lo que hoy y cómo teníamos nuestros juegos secretos. Hace poco le tomé una foto con su bisabuela. Sin darme cuenta la había captado en la misma posición en que a mí me retrataron con la mía. Eco.
Veo a mi esposo y también es dual: un chaval bigotón de 17 y un hombre barbado de 35. El día en que lo conocí se intercala con el perfil de su tórax subiendo y bajando plácidamente mientras duerme.
La Rata está llegando a los diez años y ahora siento que me trae su muñeco no porque ella quiera jugar a estirar, sino porque quiere mantenerme contenta a mí. Se hace bolita y le gusta dormir más.
Y así como en un suspiro se fueron un año y cuatro meses, se irá lo demás. Pero por el momento estamos aquí. Yay.